Tender la mano, escribir con la oreja

El tiempo de los afectos y la ternura es el tiempo del relato frente a nuestra ansia tan de ahora, el ansia de quererlo todo, llaga de insatisfacción permanente que no nos deja vivir tranquilos en la ciudadanía del cuidado.

Hay escritores y escritoras que narran lo que escuchan sus orejas. Ana Gavalda, autora de Juntos, nada más es un ejemplo. No se puede escribir así si uno no viaja en metro y anota músicas y dolores cotidianos. Si no se adiestra en el uso de los sentimientos como evaluadores de nuestras situaciones. La prueba de que es una escritora-oreja es que la novela en la que está basada la película de Claude Berri está llena conversaciones. Louisa May Alcott, autora de Mujercitas, explicaba que el debate es masculino y la conversación es femenina. Las conversaciones son aire semántico preñado de nuestra luz interior. Son una forma de dejar nuestro yo blindado y volverse porosos, y de fertilizar a quien escucha.

La de Gavalda es una escritura orgánica, no muy planificada, permeable a las sensaciones y sentimientos. No les quiero desvelar el argumento de la película, para que la vean o lean la novela. Pero tiene algo de cuento de hadas. Una mezcla de Hans Christian Andersen y Notre Dame de Fátima. En Francia cuando quieres rebajar una novela de éxito como la de Gavalda le llamas roman à l’eau de roses (nuestro peyorativo novela rosa) O libro para leer en los refugios después de esquiar. Más bien creo que lo que consigue Gavalda, y el director filma con bastante respeto, es radiografiar el mundo sin enfriar las emociones que lo habitan.

En los cuentos todo es cierto porque todo es inventado y son puentes hacia la inocencia, la reconciliación, el sentido desinteresado de la vida. Son relatos sanadores, luces que uno encuentra al final del túnel. El diálogo en ficción no sale de aplicar la inteligencia sobre el logos, sino de pegar la oreja a los cuentos de hadas, al mito. De poco sirve aplicar la receta de la racionalidad como si fuera simple placebo en un mundo donde impera la sinrazón. Los cuentos de hadas y el mito forman parte de nuestro código poético. Hay que rascar un poco las costras que lo cubren pero ahí está, esperando como lo mejor de nosotros mismos. La literatura “pasó del carácter mitológico de las pasiones a ligarlas a una estructura personal, a ser un fenómeno que se autoanaliza”, explica José Antonio Marina. Esto en Proust se ve muy claro.

La autora consigue que si el personaje sufre, la narración entera tiemble y se azore. Gavalda puebla sus relatos de seres cuidadores que no son capaces de cuidarse a sí mismos. “Soy una especie de Madre Teresa laica”, declara al ser preguntada que por qué le preocupan tanto los conceptos compasión y misericordia. “Si me falta el amor, no soy nada” sostiene como lema al escribir, igual que la Santa de Ávila. Hace falta ser bastante valiente para soltar esto en un país que idolatra la difícil laicidad y algunas portadas sin gracia de Charlie Hebdo. La novela crea además un personaje, Philibert Marquet de la Durbelière, hijo de nobles, magníficamente interpretado por Laurent Stocker, quien afirma “he quitado mis tierras para amar la vida” Y amar para Philibert se convierte en una filigrana de cuidados. Philibert es historiador pero vende cartas postales porque cuando se presenta a las oposiciones de profesor le come su tartamudez.

Los defectos en los personajes más cómicos nos alejan de las personas reales, pero es su humanidad quien termina acercándonos a ellos y evitando el estereotipo. Esto es lo que más me gusta de este tipo de personajes, que crean una distancia para luego deshacerse de ella. Philibert el historiador cuida a su compañero de piso y escribe una historia más pequeña cada día con sus cuidados. Una en que las personas luchan por hacer el bien o evitar el sufrimiento evitable aquí y ahora. Si la Historia con mayúscula impone unos fines, y tendríamos que preguntarnos quién los impone y con qué interés, Philibert y el resto de personajes de la película escriben otra historias, en minúscula, plagadas de atenciones cocinadas cerca del puchero y la olla: asear la espalda de una anciana, cuidar una fiebre, descalzar al trabajador dormido y rendido en su cama, cargar un cuerpo enfermo.

El tiempo de los afectos y la ternura es el tiempo del relato frente a nuestra ansia tan de ahora, el ansia de quererlo todo, llaga de insatisfacción permanente que no nos deja vivir tranquilos en la ciudadanía del cuidado. Creo que la película y la novela hablan un poco de todo esto, de tender la mano y de dejársela dar.

Publicado en el Blog de Cristianisme i Justícia