Históricamente siempre se ha pensado que la resolución de conflictos es tarea de la política. Cuando queremos alejar al teatro del divertimento y vestirlo con traje serio se afirma que todo teatro es político porque, entre otras cosas, se ocupa de conflictos en situaciones concretas. El conflicto con otro personaje, el conficto con uno mismo, con el entorno, hasta con un objeto. Y como es un vocabulario heredado, proveniente del psicoanálisis, siempre está bien someterlo a prueba. Así parece que el teatro se haga más necesario al equipararlo con la política. “El conflicto es tan actual, lo que pasa podría estar pasando ahora mismo”, decimos los teatreros satisfechos al contemplar un clásico. Alcestes, protagonista del Misántropo de Moliere, es un “indignado”. Y pecamos de imponer la actualidad al drama y no dejamos que el sentido de lo dramático sea actualidad, como enseñaba Ernst Bloch. Yo cada vez estoy más convencido de que el teatro tiene mucho de prepolítico.
Me gusta más pensarlo así, como una antesala, un subsuelo de lo humano y rebajándolo en sus aspiraciones, aligerándolo, le dejo más libre para volar. Así somos, así nos comportamos, nos dice el escenario. Para que ocurra lo político se necesita un espacio donde no pase nada, y como no pasa nada podemos dialogar tranquilamente. Y dialogar en política debería ser la búsqueda cooperativa de la verdad. Esto son un poco los parlamentos, o deberían serlo, lugares donde el tiempo no entra para desbaratarlo todo y se pueden aprobar leyes que desafíen a Cronos, y así apoyar instituciones que esquiven los embistes de la historia. El teatro, al contrario, rehuye la calma y busca el choque porque la vida también lo es: «el combate (polemos) es padre de todas las cosas» decía Heráclito.
Lo que ocurre es que a menudo se confunde en los ensayos el conflicto con el mero enfrentamiento, que no deja de ser una posición estática donde ninguna de las partes está dispuesta a ceder. Lo que sí caracteriza al teatro es el movimiento, el proceso, el cambio, la metamorfosis. Si dos se empujan enfrentados con la misma fuerza se anulan, nada se mueve, y el público se aburre en la butaca. Estar enfrentado tiene algo de cómodo por inmóvil. Si dos se empujan y uno cede, y luego el otro, hay movimiento. El conflicto recoge complejidades. Es muy difícil hacer teatro, y sobre todo ser escritor de teatro, si no se está atento a la otra parte y a la fuerza de los argumentos del que tenemos enfrente. Reconocer el conflicto es asumir que hay multiplicidad de puntos de vista. Y los conflictos en teatro se resuelven con acciones. Y toda acción conlleva un esfuerzo.
En teatro el gran esfuerzo es un yo que se abre a un tú. Abrirse al otro actuando en una escucha activa: “ir hacia el otro”, “se dirigen a”, los que “se abren a”. Los directores repetimos muchas veces: “deja que las escena la haga el otro, míralo, escucha lo que dice, cuando le contestes, no dejes de escuchar a quien tienes delante” A veces en el escenario el compañero no escucha lo que estamos diciendo y sí lo que él cree que estamos diciendo. Analizar una situación como conflicto ayuda a entenderla más, pero no siempre a interpretarla, a encarnarla. El teatro no consiste meramente en oír datos, información y detectar conflictos sino en compartir situaciones, y en este compartir llega el conocimiento.