El maestro y Margarita en el Grec de Barcelona y el Idiota en Bellas Artes, Mexico DF.

Foto Meno Fortas, El Idiota

A veces me obligo, antes de ir al teatro, a leer la obra que voy a ver y así, sentado, ya no descubro, sino que asisto al despliegue en espacio y tiempo de eso que existe entre las palabras, que no es otra cosa más que actores encarnando palabras. Alguna vez he dicho que el teatro es literatura inacabada, porque en el papel no llega a explicarse por completo, me parece. Igual que quería Antoine Vitez podemos ver las obras en el papel como acertijos, jeroglíficos que invitan a sugerir dándoles forma. Es la gran fuerza de Shakespeare, me lo enseñó Miguel Teruel, parece decirnos: «hasta aquí puedo leer, del resto se encarga la escena»

Simon McBurney escogió a Bulgákov, El maestro y Margarita, y lo montó con su banda el Théâtre de Complicité. Y Eimuntas Nekrosius, lituano, reunió una vez más a la suya, Meno Fortas, que en castellano quiere decir, nada más y nada menos, que «la fuerza del arte» para trabajar El Príncipe Idiota de Dostoievsky

¿Por qué escribo sobre dos trabajos tan importantes de una sola tirada cuando dan para un trato más exclusivo? Aquí van mis razones, pero hay una que no es una razón, es una evidencia, casi un gozo: McBurney y Nekrosius practican el teatro que me gustaría llegar a hacer. Y al escribir sobre ambos, dialogando, quien gana es el matiz, ese tendón de la imaginación que gana carreras delante del espectador. Déjenme que les explique lo mucho que le debo a Complicité. Su director y muchos de sus actores estudiaron en la misma escuela que yo, l’Ecole Internationale de Théatre Jacques Lecoq de París y la primera vez que los vi, me di cuenta que las enseñanzas que recibí de Jacques Lecoq estaban allí, delante mío, en el escenario del Cottlesloe del National Theatre de Inglaterra. La obra, que la crítica definió como «una danza de la mente» era The Street of Cocodriles, otra adaptación, aquella vez de Bruno Schulz. Además había dos españoles en escena, Antonio Gil Martinez y César Sarachu (que ha vuelto ahora a trabajar con ellos en El maestro y Margarita) con lo cual, uno, que es valenciano, podía pensar que algún día también le podía tocar. Complicité fue para mí un modelo de compañía, y los modelos están para parecerse a ellos y mejorar, obviamente.

Esta cualidad, la de convertir las enseñanzas de Lecoq en su punto fuerte era, paradójicamente, lo que les echaban en cara sus detractores. Less form, more matter («más contenido y menos forma») les pedían. Normal, todo estaba estilizado sobre el escenario. Los actores se desdoblaban en varios personajes con la misma facilidad con la que uno planta un biombo en medio de la escena y un sólo actor por un lado sale de ministro y por el otro… de obrero de la construcción (este es un ejercicio de la escuela…) Los actores en Complicité daban la sensación de multiplicarse, de desdoblarse y acudir sin roces a reunirse en grupo, trabajando una de las grandes enseñanzas de Jacques Lecoq: el trabajo de coro. Respiraban juntos, jugaban juntos y parecían uno sólo. Qué gran nombre para un grupo de teatro: el teatro de la complicidad. Se nota que sus ensayos estaban llenos de juegos, de búsqueda, de sintonía, aunque claro, como McBurney escogía a los mejores que salían de la escuela, tenía medio camino andado. Sus mejores imágenes eran corales, como el final de la obra de Schulz, con los actores sentados pateando el suelo a ritmo marcial, como de pelotón de fusilamiento; entonces sonaba un disparo y el protagonista, César Sarachu, no caía al suelo, sino que se iba quitando la ropa (o se la quitaban, no recuerdo bien) mientras pasaba de regazo en regazo hasta que lo depositaban en el suelo, acuclillado como un niño.

Emocionante en el sentido etimológico, de emoción puesta en movimiento. En El maestro y Margarita rezuma Lecoq por todos los lados, como cuando presenta a Cristo crucificado, (de nuevo Sarachu) atravesado por palos, creando, no una cruz, (ninguno de estos dos directores ilustra, sino que sugieren siempre), sino una dinámica del dolor, otra de las grandes obsesiones de Lecoq, las dinámicas del movimiento y su estructura en el espacio.

A McBurney, le he ido siguiendo siempre que he podido,  y ha ido incorporando cada vez más el vídeo y las proyecciones en sus espectáculos. Y el uso de marionetas, la primera vez que yo se la vi, fue en El círculo de tiza caucasiano de Brecht. Esta vez el gato de la obra de Bulgákov es una marioneta. Cuando estaba viendo la puesta en escena de Nekrosius, sí, ahí voy, cambio de tercio, pues no me he olvidado de él, y creo que   tardaré tiempo en hacerlo, me preguntaba cómo escenificaría la muerte de Natasha a manos de Rogozin hacia el final de la obra de Dostoievski. Ya ven qué mal espectador soy, voy casi más a trabajar que ha disfrutar. Si me aguantan el chorro verbal les digo cómo lo hizo y porqué es un maestro. Aunque si ya han visto alguna puesta en escena de Peter Brook ya se lo imaginarán.

Cada vez me sorprende más cuando veo que los grandes hallazgos escénicos se parecen, o se van repitiendo en el tiempo. Por ejemplo, uno de los personajes del Idiota acariciaba la puerta después de cerrarla, igual que lo hacían los personajes de El Tiempo y la habitación de Botho Strauss en una puesta en escena de Patrice Chereau. Igual que es difícil no ver, cuando aparecen los barquitos de papel atravesando un puente, la alargada sombra de Strehler o Antoine Vitez, que echaban mano a estos recursos de poner pequeñas marionetas u objetos que nos remiten a la infancia al trabajar grandes textos. A Eimuntas Nekrosias llegué por otros caminos. Conocí su ciudad, Vilnius, y empecé a interesarme por el teatro emergente, vital y áspero que practica gracias a Oskaras Korsunovas, un director de mi generación, (Eimuntas Nekrosius y Simon McBurney son del 52 y del 57 respectivamente) cuyo trabajo conocí primero. Me llevaron a ver un ensayo en Vilnius durante la gira que hacía con la Compañía de Philippe Genty y me impactó el trabajo de Kornusovas, quien por entonces tendría veintitantos como yo, desde entonces me puse a seguir el teatro Lituano de cerca. Vi que había libertad creativa y escuela de actores, la rusa, y que aquello del «alma eslava» era verdad.

Igual que es verdad la tradición inglesa, ese saber hacer que vimos en The singing detective de Denis Potter, aroma que nos llega en el trabajo de Complicité. Sentía que su teatro me podía pegar un tiro en la sien y acto seguido llorar mi muerte. Aquí no estaba delante del juguetón y mágico deslizar en el tiempo de McBurney y sus actores sino de algo que venía desde el subsuelo, de actores que pisaban tierra, estiércol y miraban al cielo buscando el perdón de Dios. De algo proteico y espiritual. El teatro de Nekrosius, está enraizado en el personaje, mientras que en McBurney los personajes se encuadran en imágenes y todo puede aparecer para luego desaparecer. Nekrosius no necesita tanta creación de imágenes, es cierto que no hay tantas como en la novela de Bulgákov.

Y, ¿qué es un personaje para Nekrosius? Pues es un ser vivo reinventado, pura expresión que se define por lo que hace, de aquí las «famosas acciones físicas» de la última etapa de Stanislavsky y que se mueve entre la distancia que hay entre lo que dice, lo que piensa y lo que hace. El teatro de McBurney y su banda de cómplices gravita alrededor del actor-narrador y se materializa con fuerza en el coro. No en vano los actores comienzan El maestro y Margarita sentados, alineados en fila, igual que se empezaban los conteurs-mimeurs en la escuela de Lecoq. Un actor se ponía de pie, era narrador, y los otros hacían de varios personajes y creaban imágenes al servicio de lo que se iba narrando. McBurney coherentemente nos cita el Fausto de Goethe que encabeza el Maestro y Margarita y nos habla de las dificultades que tuvo el autor para publicar su obra:

«-Aún así, dime quién eres.

-Una parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal y que siempre practica el bien»

En Meno Fortas los actores entran a oficiar un ritual, pero sin colgarnos la cadena de «lento luego importante», las cosas van sucediendo, se suman, como las viejas multiplicaciones de un añorado maestro de escuela. Bulgakov está ya casi teatralizado, te lo imaginas al leerlo, los personajes están ahí cuando los lees, no les cuesta asomarse. Se proyectan hacia afuera, como hace una buena máscara en teatro. Con Dostoievsky es otra cosa, creo que detiene tu atención, te absorbe, te engulle, no se proyecta hacia afuera sino que te pide la luz de una vela, nacida de tu espíritu, para leerle. Por eso la hazaña de Nekrosius es enorme, porque hace de director lupa y donde muchos vamos con una simple cerilla, a tientas, él incendia el bosque entero para que veamos. Practica el teatro del imaginario, vigoriza a los personajes, enseña lo justo, domina también el coro pero no abusa de él. Así como a McBurney se le ve el tratamiento cinematográfico en sus escenas, pasamos de planos cenitales a planos generales o primeros planos, Nekrosius bendice los recursos del teatro más desnudo: mímica, objetos en apariencia pobres que parecen salidos del taller de Tadeusz Kantor o de mis adorados La Zaranda, la música creadora de atmósferas y el sencillo espacio irradiando sentido. ¿Qué el Príncipe Muichkine es como un niño? Pues lleno el escenario de cunas, y con ellas voy creando cuadros escénicos. Lo de Complicité, a veces, por espectacular, intimida. Simon McBurney va desde lo tecnológico hasta lo humano sin reparos, en un equilibrio bastante justo y difícil de encontrar. En Nekrosius no hay tecnología, solo maromas de donde cuelgan espejos y puertas y un piano en escena. Al director de Meno Fortas le ves el viejo lápiz al crear, ese que tiene una punta de goma para poder borrar, y estoy seguro que utiliza más ese lado que el carboncillo, de la cantidad de horas de ensayo que hay detrás del espectáculo.  McBurney crea con ordenador y está del lado de la magia, de la ilusión, de los fuegos fatuos de cementerio. Nekrosius te deja oler la botella de alcohol del enterrador y te hace llorar mientras sus actores sacan brillo a las lápidas.

Una de las imágenes finales del espectáculo en El maestro y Margarita es un enorme muro que cae en la proyección del fondo, en El Idiota, los actores esperan con un hueco entre ellos, la actriz que hace de Natasha (Jurgita Jurkute), asesinada, aparece y anda hacia el resto de los personajes. Igual que Peter Brook en su Qui est là? los muertos se levantan y caminan sencillos. Nekrosius termina allí donde McBurney empieza, con actores en fila, mirando al público, sabedores que las preguntas y respuestas ya están en la platea.