Perdónanos, Piotr
(Publicado en el blog de Cristianismo y Justícia)
El relato de nuestro hermano Piotr Piskozu, que murió solo en un albergue de Sevilla, rodeado de personas, es la prueba de que Saturno sigue devorando a sus hijos. ¿Cómo es posible que en una sociedad democrática en sólo dos años se deteriore tanto la vida de un joven de 23 años? ¿Dónde estaba la protección y el soporte de la administración pública? Su muerte es un fracaso colectivo, un problema de organización social, cuya salud, no muy buena, se mide en cómo trata a sus más desfavorecidos.
¿Por qué no pudimos frenar a Cronos? Porque vivimos un tiempo capitalista que lo devora todo, donde nada parece estable y si nada es estable las conversaciones y el diálogo, origen de la política y de los afectos, están apresuradas, mutiladas. Ya no hay tiempo para zurcirse un calcetín, estudiar una etimología o tiempo para aburrirse. Es lo que hace Charlot, otro “indigente” en La Quimera de Oro: darse tiempo para comerse una bota, afilar los cubiertos, saborearla con aplomo de dandy entre bocado y bocado. El tiempo le da modales y dignidad. El cuerpo de Piort pesaba 30 kilos al morir. ¡30 kilos!.. el peso de un niño. Una muerte política, si entendemos por política el cuidado de los cuerpos.
¿No lo vimos? ¿Dónde estamos mirando entonces? El último en mirarlo fue el teléfono móvil de Antonio, el compañero de albergue que grabó a Piotr en el momento de su fallecimiento. ¿Y por qué vemos menos? ¿ O por qué vemos en diferido, tarde y mal? Lo primero que me llamó la atención es lo que tardaron los periódicos en ponerle nombre. Cuando leí la noticia hablaron de “indigente”. Y pensé que el término nos descargaba de responsabilidad. Aquí hay un pérdida política del lenguaje. Las palabras si no están pensadas y cordialmente sentidas pueden higienizar nuestro dolor. No es lo mismo decir “personas sin hogar” que, dando una oportunidad al cambio, “personas en situación de no tener hogar”(releed el Cuaderno 150 de CiJ de Salvador Busquets). Las relaciones, los vínculos sociales adquieren sustancia según el lenguaje que los describe y los comunica. De esta forma hablamos de “gasto social” en vez de inversión social y nos hinchamos la boca defendiendo la “libertad de expresión” cuando de lo que se trata es de decir la verdad.
Simone Weil no hablaba de “derechos del hombre”, les daba un vuelco y hablaba de necesidades. Necesidades para el desarrollo de la persona, sustantiva y transcendente. A los muertos los llamamos “daños colaterales”, y bautizamos con nombres inofensivos políticas antisociales, como el “libro blanco” de la Comisión Europea que se dedica a aplicar duras reformas ideológicas. En política hablamos más de “transparencia” porque es más fácil que regular comportamientos poniendo límites y olvidamos que un “partido político” es solamente eso: una fracción de verdad de la realidad, no toda. Por no extenderme en la cantidad de veces que cambiamos la etimología de las palabras en beneficio propio. Al menos nos queda la gramática, que desafía al tiempo. ¿Os imagináis que de una frase a otra ya hubieran cambiado las reglas gramaticales? No podríamos construir instituciones, esos diques de protección para que no ocurra lo que está pasando. El secuestro de las palabras puede descargarnos de una de las tareas más humanas: la de prestarnos atención unos a otros, aunque sólo sea por supervivencia. La prosa de Aristóteles, en su ética, ya venía cargada de una manera nueva de mirar las palabras: éthos, eudamonía, némesis… palabras que reflejaban teorías donde obraba el hombre. Porque las palabras construyen un suelo, un fermento humano desde el que hablar.
Os pido que estéis atentos, que las reaniméis, igual que hace el traductor, pues la traducción no es más que un acto amoroso. Y en el trasvase de una lengua a otra elegid la que sea más portadora de vida. Rescatémoslas y que sean liberadoras para reivindicar, en un lenguaje comprometido, un sistema más justo. Mientras, perdónanos Piotr.