Lo que más me gusta del teatro son los ensayos. Cuando me llamó Ester Nadal para participar en El Tramvia anomenat desig
y me explicó su propuesta, la payasa Pepa Plana haría de Blanche
Dubois, pensé que podría, de una forma u otra, colaborar en esta lúdica
venganza hacia las escuelas de arte dramático que utilizan a Tenesse
Williams para que sus alumnos, estirando el alma hacia la Verdad en el
escenario, se emocionen y terminen llorando, lo máximo. Quisiera
aprovechar que han terminado las funciones en la sala Muntaner, el
espectáculo prácticamente llenó cada día y no entusiasmo a los críticos,
para soltaros algunas ideas sobre la obra, a ver si pasean solas.
¿Pero me gusta o no me gusta Tenesse Williams? Bueno ahora, ya vengado, me gusta. Y sobre todo me gusta el personaje de Blanca del Bosque (Blanche Dubois), patético y bovarítico,
especialista en el arte de la negación, con un talento enfermizo, igual
que Emma Bovary, para imaginarse y construirse distinta a lo que
realmente es, incapaz de aceptar las evidencias, un pintalabios con
piernas que confunde sus deseos con la realidad. “Magia, quiero magia,
yo no digo la verdad, sino lo que tendría que ser la verdad” le dice a
Mitch (David Verdaguer) hacia el final de la función. Ester me pidió que
fuese una especie de director o autor encubierto, un comodín que
encarnase las acotaciones o a personajes secundarios, desde esa atalaya
pude estudiar la obra de una forma activa, sirviendo los estados y los
pensamientos que guiaban a los cuatro personajes principales: Stanley
Kowalsky, interpretado por Hans Richter, Stella (“Stella for star”,
escribe Williams juguetón otra vez con los nombres) interpretada por
Irina Robles, además de Blanche y Mitch. Así, mirando, veía la obra como
un combate de estilos de actuación: el actors studio de Stanley, o
sea, la identificación total con el personaje encerrado en cuatro
paredes, y enfrente la payasa, la distancia, la máscara, la conciencia
en todo momento de que «esto es teatro y nos miran». Lo que no sabía es
si de esta confrontación el público apreciaría también dos formas de ver
y afrontar la realidad. Por un lado los que se encargan de ella, el
caso de Kowalsky -desde su punto de vista El tramvía anomenat desig
parece una investigación detectivesca acerca de Blanche- quien poco a
poco va recogiendo información hasta averiguar la verdad sobre Blanche
Dubois. Stanley Kowasky es una especie de Philip Marlowe en camiseta
interior, sudoroso y amante de los bolos (curiosa doble imagen, él
consigue derrumbar a Blanche como a un bolo más) especialista en
preguntar, vigilar, y preocuparse por papeles legales y la propiedad
privada como buen americano que profesa ser. La otra posición en el
sistema mundo, es el club de las Emmas Bovarys, donde la socia de honor
Blanche Dubois, herida y con sentimiento de culpa por el suicidio de su
primer amor, (lo verá reencarnado hasta en el cobrador del diario,
interpretado por Sergi Vallés) parece decirnos, engalanada con una
diadema de diamantes falsos , “mi reino no es de este mundo”.
¿Y qué pasa con la lucha de clases? ¿No es también Blanche Dubois una nena bien que se ha gastado toda la pasta, la plantación llamada Bellereve (bellosueño),
-caray Tenesse te tendría que presentar a Tom Stopard, otro que se lo
pasa bomba poniendo nombrecitos- en fiestas y furores uterinos, y ahora
pide pan y posada en casa de su hermana porque no tiene donde caerse
muerta? La obra empieza con Stanley llevándole carne fresca a Stella, lo
siento no puedo dejar de ver aquí el trabajo como valor capitalista
supremo, mientras que Blanche ha perdido su puesto de maestra por
coquetear con los alumnos (Sócrates también se habría quedado en el
paro…) Mientras Stanley cumple todos los valores del sueño americano:
haber luchado por la patria, vocear que América es tierra de
oportunidades y que abre los brazos a los hijos de inmigrantes, tenerlos
bien puestos, jugar al póker -aquí Tenesse anticipa a Mamet y sus
partidas masculinas- y vivir la familia, palizas sin importancia aparte,
como un valor supremo. Blanche Dubois que sueña con la rive gauche
de París es casi más una europea decadente, -ya saben, para el mundo
entero, Francia, es sinónimo de Europa-, que cotiza a la baja, con un
sentimiento de culpa que los nuevos americanos desconocen porque son,
eran, una nación emergente, con poca historia, infantiles y sin mucho
pasado. Si pudiera Blanche se agarraría al subsidio del paro in aeternam,
eso espera que haga Mitch en la obra, que la saqué de allí, la mantenga
y la proteja, cosa que Kowalsky no permitía nunca, lo suyo es la
iniciativa privada y la suerte labrada a golpe de creencia en el hombre
hecho a si mismo. América, América.
¿Entonces de qué lloran cuando lloran? Porque algunos
espectadores en la sala Muntaner lloraron. Quizás porque mientras uno se
ríe de los demás, llorar implica compasión hacia uno mismo. Y entre la
fantasía patética de Blanche Dubois y el realismo pragmático y militante
de Kowalsky haya un territorio, más gris, más vulgar, más lleno de
remordimientos y de buenas intenciones, en el que habita Stella, que nos
permite compadecernos. Y así el dolor de una solterona de Missisipi,
alcóholica y que no tiene donde caerse muerta, aunque nos quede lejos y
lleve puesta la máscara más pequeña del mundo, la nariz del payaso, su
caída, es también la nuestra. Ya ven, la propuesta inicial proponía
distancia y sin embargo, algunos espectadores, terminan identificándose.