La mala vida. Fragmento.

Escrita con Alejandro Jornet y estrenada en el Teatre Talía de Valencia en 1999.

 

Escena 8. Perdigones

Hugo. Un tipo anda así: de lado. Todo el tiempo. El tipo anda preocupadísimo pues esa posición le impide llevar una vida, digamos,
normal. No puede coger a su mujer por el brazo derecho porque la arrastra más que la acompaña. Tiene problemas en las paradas del autobús: los hombres se
mosquean al creer que les está leyendo el periódico por encima del hombro y las mujeres piensan que les espía el escote. Al tipo le entra complejo de inestable
y decide ver al médico. El médico lo examina, le ve el hombro y le dice que lo tiene lleno de plomo. Lleno de perdigones de plomo. El tipo no recuerda haber
estado en ninguna cacería pero tiene una fe ciega en la medicina y empieza a sentir plomo moviéndose en su hombro. Pregunta si se lo pueden extirpar. El
médico, que tiene una fe ciega en si mismo, le dice que su organismo ha asimilado el plomo y que sería arriesgado quitárselo. La ausencia del material
podría provocarle una parálisis parcial. Es, por tanto, demasiado arriesgado.
El tipo le pregunta que qué se puede hacer. Dice que está harto de ladear siempre hacia el mismo lado. Al médico se le ocurre que le puede cambiar el plomo de lado y así, ya que del todo no lo puede curar, al menos, cambiaría de lado. El tipo se opera y cambia una temporada de lado. Pero los problemas no desaparecen. Al tipo se le ocurre una idea brillante. Pregunta al médico que qué cantidad de plomo lleva metida en el hombro. El médico, que tiene una fe ciega en si mismo, le contesta, sin vacilar, que veintisiete perdigones de plomo: así, de este tamaño. El tipo habla con un cazador ( ésta es la idea brillante) y le pregunta que cuánto le pediría por dispararle veintisiete perdigones de plomo en el otro hombro. El cazador, que también tiene una fe ciega en si mismo, le dice que nunca haría una cosa igual. Sólo una vez hizo algo parecido y fue por accidente. El tipo le explica que es por una buena causa. El cazador, que nunca ha hecho nada por una buena causa, acepta. El cazador apunta al hombro del tipo. El tipo cierra los ojos y piensa que le faltan veintisiete perdigones de plomo para ser una persona normal, equilibrada. El cazador dispara. El tipo siente veintiséis perdigones de plomo entrándole en el hombro. Y casi recupera el equilibrio. Veintisiete en un lado y veintiséis en el otro. Sólo una ligerísima inclinación hacia el lado de los veintisiete. El tipo se lleva la mano al corazón, buscando el perdigón suelto. Y nota que, por un instante, está casi recto. Para luego inclinarse hacia un lado. No sabe cuál y ya casi no le importa. Se va inclinando más y más hasta caer al suelo. El médico, muy seguro, pues tiene una fe ciega en si mismo, certifica su muerte.